jueves, 24 de noviembre de 2011

La joya


Gyatso se apresuró a comer el último bocado de tsampa y luego salió corriendo por la puerta principal, hacia el lago, seguido por Tathag Rinpoche, quien no se explicaba por qué no había ningún monje resguardando la seguridad del pequeño. Entre los árboles, un grupo de lamas ataviados con largas túnicas de vistosos colores ensayaban para el festival. Las máscaras, blancas y lisas, eran un recordatorio de la fugacidad de la vida. Las trompetas de cobre y los címbalos bañaban el bosque y el monje de siete años sonrió al verlos danzar al ritmo de las percusiones. Alguien notó su presencia y los murmullos dieron paso a una hilera de hombres que se postraron ante él. Tathag Rinpoché tomó de la mano al niño y regresaron a Potala, el palacio de las mil habitaciones.

—¿Qué fue eso? —dijo Tathag.
—Supe que hoy era el primer ensayo, y como nunca había visto uno…
—Joven Dalái, el camino es largo, y la paciencia buena consejera.

El niño sonrió de nuevo y se asomó por la ventana.

—¿Podemos mirar aunque sea un rato?
—Es hora del primer periodo de estudio, pero… supongo que por esta vez puede esperar un poco. La paciencia es buena consejera, ¿recuerdas? —dijo guiñando un ojo.

Gyatso tomó su catalejo y disfrutó el ensayo por unos momentos.

—¿Cuántos lamas son? —preguntó el pequeño.
—Noventa. Y ahora a clase, que mañana es el gran día.

Las festividades empezaron al amanecer. Una larga ceremonia dio paso a la danza, que era lo que en realidad interesaba a Gyatso. Uno de los enmascarados consiguió acercarse lo suficiente al Trono del León y le entregó al niño una estatuilla de cristal que tenía una gema escarlata en su interior. Sostuvo la figurilla con ambas manos en señal de respeto, aunque bien cabía en una sola, y luego la guardó bajo su túnica marrón, como tratando de protegerla.

—Es un regalo muy bonito, y valioso —le diría más tarde Tathag—. Es el Bodhisattva de la compasión.

El niño observó la gema y se volvió hacia su tutor.

—Es el ojo de un dragón que está preso y quiere ser liberado. He visto el dolor en su mirada.
—No hay ningún dragón ahí. Sólo es una gema, Gyatso.

Puso la figurilla en una caja de madera y esperó su ración de Tsampa, esta vez con caramelo, y una taza de te, pero no podía quitarse de la mente la idea de que la estatuilla albergaba algún ser viviente. Cada mañana se despertaba con la misma sensación y miraba atentamente la piedra preciosa. En una ocasión creyó verla como una flor de loto en la que él estaba sentado, y gente de diferentes razas y edades querían verlo y hablar con él. En otra, vio como el dragón que pedía ser liberado volaba sobre las montañas del Himalaya, alejándose de Lhasa. Pero la imagen que le hizo soltar la estatuilla y romperla fue cuando la gema se convirtió en un gran charco rojo que nublaba su mirada.

—¡Tibet! ¡Es Tibet inundado en sangre! —dijo llorando.

Tathag Rinpoché lo tomó de la mano, como era su costumbre, y trató de tranquilizarlo.

—¡Además, he roto al Bodhitsattva!
—Todo estará bien, Gyatso, todo estará bien.

Y para consolarlo, hizo incrustar la piedra en un anillo dorado.

En esos días no teníamos idea de que la gema podría significar tantas cosas: la sangre que ha corrido en Tibet desde la invasión China, el escape del entonces joven monje hacia el exilio en la India, y por último, el corazón humano, que busca de manera inherente a su naturaleza “la luz de la joya que concede los deseos”, uno de los nombres por el que es conocido el Dalái Lama.

2 comentarios:

  1. Hola, Coloso, ¡has vuelto a recuperar tu blog! Con un relato bien diferente a todos los que te he leido antes: otra geografía y otros personajes, aunque reconozco el aire a leyenda, la cualidad de lo maravilloso como parte de un saber, de una cultura, que he encontrado en algunos cuentos tuyos.

    Un abrazo,
    Esther

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, Esther, y aprovecho para enviar felicitaciones a todo el equipo de Prosofagia por tan magnifica publicacion.

    ResponderEliminar

comentarios