domingo, 30 de septiembre de 2012

Figuras nocturnas

Afuera el odio era descomunal. Eran pocos los que, apartando de su memoria la opresión a la que habíamos estado sometidos durante años, se atrevían a salir de las madrigueras. No recuerdo con precisión cuando terminamos de construirlas. Las hicimos bajo un sol quemante, en un lugar apartado de la civilización: el desierto de Kalahari. Ahí aprendimos a vivir alimentándonos de insectos, y de suricatos, y de kiwano: una fruta fibrosa de sabor agrio. Los vigías no cesaban de recordarnos cuan riesgoso era aventurarse al exterior sin llevar encima las capuchas de piel de suricato que nos servían de camuflaje al adoptar la posición pecho-tierra. Por su naturaleza, a los hombres hielo —como les llamabamos— les resultaba imposible pisar siquiera la cálida arena, y entrar al desierto durante el día sin sus estorbosos trajes tipo astronauta, pues les significaría una muerte instantánea. Cuando anochecía, en cambio, podían deslizarse a gran velocidad por la arena, como si estuvieran surfeando, y todos teníamos prohibido salir a la intemperie en esas noches frescas. Nadie supo nunca explicar qué generó su mutación, ni si su piel blanquecina o su disparidad intelectual con el resto de la población, los llevó a gestar ese odio recalcitrante. Se habían convertido, de la noche a la mañana, en individuos de gran masa muscular y de inteligencia superior. Recuerdo la mañana en que los noticieros mostraron imágenes de un humanoide blancuzco y corpulento que, a mano limpia, desbarataba los anaqueles de una tienda departamental, y lanzaba las láminas metálicas contra los paneles del techo. No se reportaron incidentes similares, pero sí la presencia, en distintos países, de estos humanoides. Hubo rumores de que se había puesto en marcha una invasión alienígena, y de que los humanoides eran el grupo de avanzada. Resultó que no, que estos individuos tenían familia y eran ampliamente conocidos, hasta que un día despertaron para encontrar en el espejo un rostro pálido y unos ojos que miraban con más sagacidad que de costumbre. Una noche, entre las sombras de mi madriguera y la llama vacilante de mi antorcha, miré con espanto a uno de esos seres. Él, a su vez, me miró asustado, pasmado. Luego se miró a sí mismo con claro asombro y dijo: —Somos ellos.

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